A Carlota no le
había quedado otro remedio que acudir a la consulta médica de la Seguridad
Social. Hacía tres noches que no dormía por culpa de esa voz que le martilleaba
la cabeza, jactándose de lo aburrida y miserable que era su vida.
Mientras esperaba
su turno en una silla de plástico blanca, sacó del bolso el libro del Retrato
de Dorian Gray para leerlo por quizá quinta vez en su vida. No podía
remediarlo, estaba enamorada de esa idea de belleza. Carlota detestaba las
arrugas, siempre llevaba el pelo liso como una tabla. Se vestía con camisas y
pantalones de pinza que planchaba con primor, no porque le gustaran las camisas
sino porque a Carlota le pirraba planchar. Planchaba sábanas, manteles,
calcetines, tangas, fundas de cojín y todo aquello que pudiera recibir una
buena repasada. Por supuesto no le gustaba nada la idea de envejecer, no por el
hecho de ser mayor sino por tener arrugas en la cara y no poderlas planchar. Le
encantaría tener un cuadro que envejeciera por ella, pero imaginaba que sería
algo que no podría costearse. Dorian era un aristócrata, ella una simple
cuarentona parada. Pero no estaría mal adoptar un perro que primero fuera un
Beagle y con los años fuera convirtiéndose en un Shar pei.
Carlota consultó
el reloj y resopló al comprobar que llevaba media hora esperando. Por el
rabillo del ojo se dio cuenta de que su queja había llamado la atención de un
hombre. Carlota levantó la vista y se topó con una sonrisa tímida. Su mirada
avellanada huía tras las gafas como queriendo aparentar que no la había visto.
Sus manos grandes y bien cuidadas pasaban página de un libro cuyo título no
alcanzaba a leer.