DESCUBRIENDO Un camino de letras: El señor del Tibidabo

lunes, 13 de febrero de 2012

El señor del Tibidabo

Melanie Rostock

A María Soledad le gustaría encontrar un trabajo que no fuera el de fregar suelos. Lo respetaba y también a las personas que se ganaban la vida sudando en las escaleras de los edificios de Barcelona, en los lavabos de los centros comerciales y en oficinas. Ella misma llevaba años haciéndolo, pero María Soledad, a sus treinta y seis años, ya se había cansado. Su marido Francisco le preguntaba por qué había elegido un momento tan nefasto para cansarse de un trabajo, a él mismo le costaba grandes esfuerzos encontrar un lugar donde le necesitaran para pintar. Francisco siempre iba con la brocha en el bolsillo, como si fuera ya parte de él. María Soledad no se sorprendería si un día se lo encontrara durmiendo con ella cual niño con un peluche. María no quería pasarse el resto de su vida con un mocho y un cubo. 

-Lo tuyo es la brocha Francisco, lo mío no es el mocho -así se lo dijo muy seriamente y Francisco nunca se atrevía a llevarle la contraria cuando le miraba directamente a los ojos y le decía algo con tanta contundencia. 

Desde ese momento María Soledad no dejó de consultar el periódico un solo día. Se apuntó a todos los portales de trabajo en Internet y visitó todas las empresas temporales, pero la cosa estaba muy difícil y era consciente de ello. Las únicas ofertas  que recibía eran de limpieza y cuando las rechazaba, era mal vista. Una inmigrante sudamericana rechazando un trabajo en tiempo de crisis ¿Dónde se había visto eso? Estos prejuicios la sacaban de sus casillas.

Cuando pensaba que todos los cartuchos estaban gastados, el teléfono sonó una vez más. Lo cogió distraída, pues hacía días que no la llamaban para nada más que para venderle seguros, proponerle un cambio de compañía u otras cosas del estilo.

-¿María Soledad? -preguntaron desde el otro lado de la línea con un fuerte acento catalán.

-Al aparato -contestó ella.

-¿Perdón? -preguntó la voz, que parecía ser de un señor mayor.

-Soy yo misma -aclaró.

-Llamo por el anuncio que publiqué en La Vanguardia.

Mientras tanto, ella intentaba ubicar en su mente cuál era el anuncio. Le sonaba un trabajo relacionado con personas mayores, pero había enviado tantos currículums que no conseguía acordarse. Así se lo hizo saber al señor que con su voz serena y agradable describió el puesto. Necesitaba compañía, pero una muy sana, de la clase que te ayuda cuando un día estás imposibilitado porque la espalda se te ha pinzado y las piernas han decidido no responder. De la clase que te escucha cuando explicas esas historias que han quedado olvidadas porque necesitas desesperadamente dejar huella de lo que eres antes de no ser nunca más. 

Esas palabras le calaron hondo, pero no tuvo tiempo de responder, pues el señor le dijo que la esperaba en el nº 27 de la Avenida Tibidabo, a las 7:00 y colgó. Ella se quedó con el auricular en la oreja un buen rato pues no entendía qué acababa de pasar. ¿Era para hacer una entrevista o para empezar ya el trabajo? No era posible encontrar uno tan fácil y menos en esa zona. Ahí tenía que haber alguna trampa. 

Aun así, María Soledad decidió acudir a la cita. ¿Qué podía perder? Eso sí, Francisco se pasó el resto de la tarde enumerando posibles trampas: Testigos de Jehová innovadores, un señor con demencia senil, un programa de cámara oculta, citas a ciegas para jubilados... entre otras mucho más descabelladas como masajearle los glúteos o escribir una biografía de su vida sexual. Lo único que hizo callar a Francisco fue cuando después de pedirle repetidas veces que lo hiciera, arrojó la brocha por la ventana. 

El día amaneció muy soleado y eso para María Soledad era buena señal. Eso y que su horóscopo decía que iba a ser un día propicio para las negociaciones. Luego también decía que tendría que prepararse para una posible sorpresa, pero a esto no le hacía mucho caso porque sólo creía en el horóscopo hasta la mitad. Según sus cálculos, había probabilidades que se acertara una parte en la mayoría de los que compartían su mismo signo, pero en su totalidad era imposible y ella siempre elegía la parte que más le cuadraba. Así que decidió que iba a negociar muy bien aquella mañana. 

Todas las casas de la avenida le quitaban a uno el aliento y para María Soledad, que no estaba acostumbrada, era tan literal que le faltaba el aire. Cuando se encontró con el número 27 alzó la cabeza y miró la casa maravillada. Todo parecía como un sueño del que probablemente se despertaría con un mocho en las manos y un cubo cerca. Quizá se había quedado dormida en el turno de noche de la oficina de Diagonal. Si era eso no pensaba pellizcarse, no señor, al menos podía vivir un sueño tan alocado y divertido como el de Alicia. Rio al pensar que quizá le abría el señor mayor con un enorme sombrero de copa y preguntándole si quería un poco de té para después felicitarla por su feliz no cumpleaños. Decidió comprobar qué  le deparaba el destino y llamó al timbre, poco después respondió una voz que parecía coincidir con la del señor mayor, ella dijo su nombre y la puerta se abrió. 

Se encontró con la puerta principal abierta así que entró, en el pasillo se anunció, pero nadie fue a recibirla. 

-Estoy aquí – dijo una voz lastimera que venía de la parte izquierda de la vivienda

-Voy a entrar, señor -volvió a indicar ella. 

Esta vez no contestó, pero como quien calla otorga ella continuó hasta personarse en la sala de estar. En una butaca situada cerca de un ventanal, un señor de pelo blanco, barba de tres días y ojos hundidos la miraba tras una manta de cuadros. Le ofreció una sonrisa muy amplia y se disculpó por no poder levantarse. En ese momento María Soledad no sabía que iba a enfrentarse a la entrevista más extraña de toda su vida. 

-Siéntese, por favor -la invitó el señor señalando el sofá estilo clásico que estaba frente a él-. Seré directo con usted, ¿puedo llamarla María, Soledad? -preguntó. 

-Por supuesto -contestó ella todavía subida en una nube.

-Le parecerá raro pero la he llamado porque usted es la única que ha sido capaz de ver este anuncio -María Soledad frunció el entrecejo, aquello no había empezado muy bien-. Sí, llevo poniendo ese anuncio desde hace ya 40 años y es usted la primera que ha contestado. 

-Disculpe, pero no entiendo nada.

-No se preocupe, es normal. Le he dicho que sería muy directo y espero que todavía le interese el trabajo después de escuchar lo que le voy a decir...soy un fantasma.
María abrió los ojos desmesuradamente, Francisco tenía razón, aquel hombre había perdido la cabeza. 

-Lo siento, pero no tengo experiencia en tratar a personas con este tipo de problemas. Sí personas mayores con dolencias comunes, pero esto es demasiado para mí. 

-Le hablo en serio, el problema es que soy el único en esta casa y nadie puede verme. Necesito a alguien que pueda hablar conmigo, que sepa que aún sigo aquí. Qué irónico que ese alguien se llame Soledad ¡Es perfecto! Una ironía de la muerte, diría.

María Soledad no tenía palabras para continuar con esa conversación, ¡era una completa locura! Seguro que estaba soñando. Esta vez sí se pellizcó, pues no era una situación en la que quisiera estar ni dormida. Pero nada pasó, continuaba allí, con la mirada expectante y a la vez confiada. Como si estuviera seguro de que ella iba a responder afirmativamente.

-No estoy convencida de que sea usted lo que dice ser. Y una relación laboral se basa en la confianza.

El señor mayor desapareció justo en ese momento y la manta se arrugó sobre sí misma. Segundos después volvió a aparecer tras ella. 

-¿Ahora me cree?

María Soledad se levantó de un salto, la había asustado. Pero por lo menos ahora sabía que le estaba diciendo la verdad. Lo pensó un momento. Lo peor de cuidar a un señor mayor era que se hiciera daño o cayera enfermo y aún más terrible que muriera. Y todo esto no podía pasar, así que de repente el trabajo le resultaba mucho más interesante.

-Negociemos entonces el salario -dijo, satisfecha porque el horóscopo se había cumplido en su totalidad. 

María Soledad volvió andando hasta la parada de los ferrocarriles y después cogió el metro hasta casa, cuando llegó se encontró con Francisco pintando la pared de la cocina por quinta vez consecutiva. A falta de trabajo ya se lo buscaba él. 

-¿Cómo ha ido? -le preguntó con sorna.

-He aceptado, pero es un fantasma. 

-Fantasmas, los hay por todas partes.

María Soledad comprobó la razón que tenía Francisco, cuando en todos los rincones fantasmas de ancianos y ancianas se le acercaban ávidos de conversación. Se los encontraba en el mercado, en el metro, en las tiendas y calles de Barcelona. Era como si la respuesta al anuncio hubiera abierto una caja de pandora. La situación no tardó en hacerse insoportable y María decidió hablar con el Sr. del Tibidabo sobre la posibilidad de citarlos en la mansión. 

Así fue como el nº 27 de la Avenida Tibidabo se convirtió en un centro cívico para viejos fantasmas. Jugaban al bridge, a las películas, hacían tertulias literarias, ganchillo y bailaban swing. Compartían sus memorias y las trasladaban al papel. 
Tanto prosperó el centro que María pudo comprarle a Francisco una brocha para todas las gamas de color que existían. 

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