DESCUBRIENDO Un camino de letras: Sacrificio

martes, 17 de julio de 2012

Sacrificio


El ritual era antiguo. Muchos eran los aspectos que habían sido engullidos por el tiempo. No en vano, más de 500 años de tiempo y un oceano de distancia le separaban de aquella época más dura, más desafiante, y más auténtica, que la suya propia.
Pero él había reunido allí algunos de los pocos elementos que perduraban en la memoria colectiva: el oficiante, un cuchillo, mucha crueldad y ...la víctima.

Ella permanecía ante él, sobre una humilde tabla de madera que tendría que hacer las veces de un altar de piedra. Pero las circunstancias no hacían posible reproducir el ritual con entera exactitud. Ni podía disponer de una pirámide perdida en la selva, ni tampoco de una multitud ansiosa de asistir al espectáculo, llenos de un miedo reverencial. Tampoco disponía de ciertos artículos, como máscaras extrañas, plumas de aves exóticas o taparrabos. No. Aquello hubiera sido visto como ridículo en la actualidad, y el ritual era lo suficientemente importante para ser tomado en serio tanto por expertos como por profanos. Así que no se rebajaría a vestirse a la usanza de civilizaciones perdidas y casi olvidadas por el tiempo. Y tampoco ofrecería su víctima a cambio del respeto de unos dioses en quienes no creía y de los que ni siquiera conocía el nombre. En la actualidad, aquella parafernalia era innecesaria y contraproducente.


La víctima estaba ante él. Vio el cuchillo. De haber podido, seguramente se estaría desgañitando de terror. Eso estaba bien. El miedo era importante. Prácticamente era el miedo lo que le daba sentido. El sacrificio no podía ser algo breve y trivial. Tenía que ser saboreado. Una vida ofrecida sin miedo hubiera provocado un ritual del todo insatisfactorio, algo carente de sentido, pues, ¿qué sacrificio hay en quien ofrece algo a lo que no confiere ningún valor? El miedo es la medida del valor de la vida que se ofrece. Y en eso, la víctima cumplía. A pesar de que, en su situación, no podía gritar ni moverse, el oficiante casi podía sentir su miedo deslizarse a través de sus entrañas como un monstruo oscuro, desgarrador.
Se preguntó qué debía hacer a continuación. Cerró los ojos. Pensó en la pirámide, la multitud, su otro yo. De repente imaginó tambores. Tambores que despertaban ecos ominosos en la selva. El gentío empezaba a entonar cánticos ancestrales.
Alzó los brazos al aire con el cuchillo en mano.
Imaginó a la multitud prorrumpiendo alborozada en gritos. En su mente, sin duda el oficiante tendría que imponerse a la multitud para hacerse oir por encima del barullo, mientras pronunciaba un largo discurso en un idioma incomprensible.
Él no se atrevió a alzar la voz. Tan solo intentó repetir las palabras en su mente. Pero sí trató de copiar los aspavientos que el oficiante del lejano pasado imaginado, blandiendo el arma con brazo experto y realizando al mismo tiempo una ensayada danza ritual.
Y entonces llegó el momento. Se detuvo, con los brazos en cruz. Los tambores pararon. Se hizo el silencio. Con lentitud procedió a reunir ambas manos por encima de su cabeza. Los tambores reiniciaron su cadencia a un ritmo creciente. A cada golpe de tambor había que pronunciar el nombre de la víctima.
En el presente, el verdugo asió a su vez el cuchillo con las dos manos. En su mente, él también repetía el nombre de la víctima una y otra vez, una y otra vez. El ritmo de los tambores y su voz interior pronto alcanzaron el paroxismo. No había vuelta atrás. Había llegado el momento. Pero él no dudó.
Descargó un único y certero golpe en el centro del cuerpo de la víctima. El filo penetró en la piel con suavidad, casi sin oponer resistencia. La víctima seguía sin poder gritar su dolor. Nunca podría. De manera que el verdugo tenía pista libre para continuar con su proceder. No contento con un burdo apuñalamiento, continuó presionando el arma hacia abajo, lentamente, notando como el filo del arma avanzaba milímetro a milímetro, en un viaje que debía ser tan estimulante para él como agónico para su víctima. De repente, el cuerpo dejó de oponer resistencia al otro lado del filo. Lo había atravesado de parte a parte. Se regocijó con ello. Miró a su víctima con una mezcla de lástima y de admiración. Aunque seguía sin poder moverse, el sufrimiento que sentía debía estar alcanzando cotas inimaginables.
Observó como sus jugos interiores escapaban por la herida abierta, tiñendo de rojo la tabla de madera que tenía debajo.
Le miró, y en un arrebato de misericordia hubiera querido decirle que no temiera, que pronto acabaría, que tan solo quedaba lo mejor y acabaría el sufrimiento, pero se contuvo. Y sin más dilación empezó la última fase. Ahora deslizó el cuchillo hacia abajo. Su intención era seccionar el cuerpo. Partirlo en dos. El proceso era más delicado de lo que en principio podía parecer. La afilada hoja se abrió paso ensanchando una herida que era mortal de necesidad. Él la vió avanzar, celebrando cada centímetro, cada pequeño paso con un regocijo sádico, casi enfermizo.
Momentos más tarde, consiguió su propósito. El cuerpo de su víctima fue separado en dos mitades. El verdugo contempló su obra extasiado. El objeto de su sacrificio seguía allí, silencioso e inmovil. ¿Se había acabado todo ya? ¿Había muerto, estaba ahora en otro lugar, inalcanzable para los pesares del mundo? ¿O por el contrario conservaba aún algún nivel de consciencia y aún tardaría unos momentos en llegar al otro lado en brazos de un terror y un sufrimiento infinitos?
Esperó que fuera eso último. Quiso imaginarse como se cortaba la última atadura de aquél desgraciado ser con el mundo. Como su último aliento se escapaba y revoloteaba por la sala, ante su atenta mirada, ante su superioridad, su poder, su impunidad.
Una vez más, se cerraba el círculo. El ritual quedaba completado. Se sintió eufórico. Abrió los brazos al aire una vez más, con el cuchillo anegado de los fluidos vitales de la víctima, hechó la cabeza atrás, y se puso a reir como un demente.

Lo que no había previsto el oficiante es que, sin él saberlo, los últimos momentos del ritual habían sido presenciados por otros ojos. Los ojos de un ser obtuso, incapaz de otorgar un significado a lo que acababa de suceder y menos aún de hacerse cargo de su capital relevancia. En lugar de eso, una opinión muy equivocada de lo que estaba realmente ocurriendo se formó en su mente y se dispuso a acabar con lo que consideraba un comportamiento aberrante. La recién llegada figura se deslizó inadvertidamente a la espalda del oficiante y con mano firme se preparó...y le atizó un collejón.

-¿Quieres dejar de hacer el ganso?

Las carcajadas se detuvieron en seco. El triunfo se convirtió en súbita humillación.

-¡Deja ya de hacer el burro, que aún llegarás tarde! ¿¿Pero cómo?? ¿¿Aún no has acabado el bocadillo??

Encima de la tabla de madera de la cocina se hallaban dispuestos los ingredientes: el pan, el embutido... y el tomate, recién cortado por la mitad.

-¡Anda, sal de aquí y ve a preparar las cosas del colegio! -dijo la señora quitándole el cuchillo de un tirón y disponiéndose a acabar de hacer el almuerzo- ¡Ay, hijo, eres tan inútil...! ¡Te pareces a tu padre!

Y el oficiante, herido en su orgullo, salió de allí sin decir nada.
Por un momento pensó en los que le habían precedido 500 años antes en la celebración de aquél ritual de alguna olvidada civilización precolombina. Sin duda ellos también habrían tenido madres, pero seguro que no habrían tenido que someterse a su caprichosa voluntad y su vergonzante disciplina.

El joven nostálgico del ritual perdido volvió a esa vida menos atractiva que le había tocado vivir, plenamente ignorante de una escena que había acontecido alrededor de 500 años antes, en una pirámide perdida en medio de la selva cercana al mar Caribe...

-¿¡Pero cómo, Orualhetepec!? ¿¿No te dije que nada de celebrar sacrificios con tus amigotes a escondidas?? -capón- ¿Ya me tienes harta, eh? ¡¡Anda quitate la máscara y las plumas de tu padre, que las vas a estropear!! -capón- ¡Pasa, pasa para casa! -capón- ¡Ya verás cuando se lo contemos a tu padre! ¡Te va a arreglar bien arreglado, pequeño malandrín!

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