DESCUBRIENDO Un camino de letras: Maldita sea la muerte

domingo, 9 de septiembre de 2012

Maldita sea la muerte


Hoy corro hacia el mar y el aire es más frío y húmedo. Respiro el salitre que carga la brisa y mi aliento entrecortado respira tu aliento en el recuerdo. Las olas murmuran tu nombre y la arena se pega a mis pies descalzos como la imagen de tu rostro en mi corazón, porque ya no estás. No porque no quieras; no porque no quiera. No estás porque acabaste con todo de una vez por todas y yo no estaba allí para salvarte. No estaba… No estaba para salvarte. Ahora te odio por lo que hiciste, y por eso corro; corro más deprisa para purgar el dolor en el sudor que aparece perlado en mi piel morena aún por el sol del verano; piel que ya no puedes acariciar porque te has matado. Te has matado como un cobarde, y yo sigo corriendo hasta que me siento exhausta y tengo ganas de vomitar la rabia y la tristeza. “No puedo ir” –me dijiste–. “Tengo cosas que hacer”. Tenías una cita con la muerte y yo no estaba invitada. Nunca te lo perdonaré. ¡Nunca! ¿Me puedes oír donde quiera que estés?


Sigo corriendo y sólo puedo verte allí, tendido en la bañera teñida de rojo. Podíamos solucionar cualquier cosa. El dinero sólo es dinero, los problemas sólo son problemas. Yo te quería, y tú te vas… Decides acabar con tu vida sin mi permiso, como si no tuviera nada que ver, y lo cierto es que un poco de razón tenías. ¿Quién soy yo para oponerme a las decisiones de nadie por más que duelan?

 Ahora entiendo que en tu semblante sombrío la muerte ya husmeaba el rastro de la agonía. Muerte maldita. Y sigo corriendo, más deprisa, un poco más deprisa, porque ahora siento que yo también quiero morir. ¿Dónde está ahora la Dama Negra? ¿No hay suficiente amargura en mí para que me lleve contigo?

Me has dejado sola con el embargo, con los problemas, sin el amor. Me has dejado sola con el sabor de la muerte de tu sangre que no se despega de mis manos ni de mi boca. Escupo al suelo, pero la sangre sigue ahí, y seguirá ahí eternamente, porque la muerte trasciende en la memoria, como el peor de los recuerdos. Se repite en la mente como una película en sesión continua. Teñido en sepia y fundido en negro. Una y otra vez. Cuando llega lo hace para quedarse. No hay vuelta atrás. Es perpetua como el hielo de los picos que lamen el cielo. Y no sólo se ha cebado contigo por tu propia voluntad, también lo ha hecho conmigo. Me utiliza para inyectarse la dosis de tristeza que necesita en sus venas negras y henchidas, abandonándose a la inmensidad de un sueño de sombras eternas, asomándose sutilmente al escenario de la vida para relamerse los labios, voraz, paladeando la sal de mis lágrimas y la sal de tus heridas en las muñecas que se abrían palpitantes al dolor de tu declive. Tú la debías sentir… Debías sentir cómo la muerte levitaba cadenciosa allí mismo, respirando el tiempo efímero, celebrando la angustia y el sufrimiento, recreándose en imágenes oníricas de almas perdidas que gritaban sin voz. Esperaba paciente porque ya no quedaba mucho tiempo. Y yo no estaba allí para evitarlo; para ordenarle que se fuera, que no había llegado tu momento. No podía espantarla con mis gritos cuando te vi, porque ya era demasiado tarde y ella ya se había ido, sonriendo, jactándose de su poder mientras acababa de recoger con sus dedos temblorosos los últimos jirones de tu vida.


M. Concepción Chillón

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