Hoy corro hacia el mar y el aire es más frío y húmedo. Respiro el salitre
que carga la brisa y mi aliento entrecortado respira tu aliento en el recuerdo.
Las olas murmuran tu nombre y la arena se pega a mis pies descalzos como la imagen
de tu rostro en mi corazón, porque ya no estás. No porque no quieras; no porque
no quiera. No estás porque acabaste con todo de una vez por todas y yo no
estaba allí para salvarte. No estaba… No estaba para salvarte. Ahora te odio
por lo que hiciste, y por eso corro; corro más deprisa para purgar el dolor en
el sudor que aparece perlado en mi piel morena aún por el sol del verano; piel
que ya no puedes acariciar porque te has matado. Te has matado como un cobarde,
y yo sigo corriendo hasta que me siento exhausta y tengo ganas de vomitar la
rabia y la tristeza. “No puedo ir” –me dijiste–. “Tengo cosas que hacer”. Tenías
una cita con la muerte y yo no estaba invitada. Nunca te lo perdonaré. ¡Nunca!
¿Me puedes oír donde quiera que estés?
Sigo corriendo y sólo puedo verte allí, tendido en la bañera teñida de
rojo. Podíamos solucionar cualquier cosa. El dinero sólo es dinero, los
problemas sólo son problemas. Yo te quería, y tú te vas… Decides acabar con tu
vida sin mi permiso, como si no tuviera nada que ver, y lo cierto es que un
poco de razón tenías. ¿Quién soy yo para oponerme a las decisiones de nadie por
más que duelan?
Ahora entiendo que en tu semblante sombrío la muerte ya husmeaba el
rastro de la agonía. Muerte maldita. Y sigo corriendo, más deprisa, un poco más
deprisa, porque ahora siento que yo también quiero morir. ¿Dónde está ahora la
Dama Negra? ¿No hay suficiente amargura en mí para que me lleve contigo?
Me has dejado sola con el embargo, con los problemas, sin el amor. Me has
dejado sola con el sabor de la muerte de tu sangre que no se despega de mis
manos ni de mi boca. Escupo al suelo, pero la sangre sigue ahí, y seguirá ahí
eternamente, porque la muerte trasciende en la memoria, como el peor de los
recuerdos. Se repite en la mente como una película en sesión continua. Teñido
en sepia y fundido en negro. Una y otra vez. Cuando llega lo hace para quedarse.
No hay vuelta atrás. Es perpetua como el hielo de los picos que lamen el cielo.
Y no sólo se ha cebado contigo por tu propia voluntad, también lo ha hecho
conmigo. Me utiliza para inyectarse la dosis de tristeza que necesita en sus
venas negras y henchidas, abandonándose a la inmensidad de un sueño de sombras
eternas, asomándose sutilmente al escenario de la vida para relamerse los
labios, voraz, paladeando la sal de mis lágrimas y la sal de tus heridas en las
muñecas que se abrían palpitantes al dolor de tu declive. Tú la debías sentir…
Debías sentir cómo la muerte levitaba cadenciosa allí mismo, respirando el
tiempo efímero, celebrando la angustia y el sufrimiento, recreándose en
imágenes oníricas de almas perdidas que gritaban sin voz. Esperaba paciente
porque ya no quedaba mucho tiempo. Y yo no estaba allí para evitarlo; para
ordenarle que se fuera, que no había llegado tu momento. No podía espantarla
con mis gritos cuando te vi, porque ya era demasiado tarde y ella ya se había
ido, sonriendo, jactándose de su poder mientras acababa de recoger con sus
dedos temblorosos los últimos jirones de tu vida.
M. Concepción Chillón
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