Para
llegar a casa de Terry tuvo que coger dos autobuses, caminar por un
sendero hasta encontrarse con el sauce, girar a la derecha hasta dar
con el prado de amapolas, atravesarlo y continuar hasta que el
terreno se convertía en un barranco. Quien no conocía
el secreto podía deleitarse con una vista panorámica de
los prados y dar media vuelta, pero Emma sabía que muy cerca
de allí había algo más.
Todas
las tardes al salir del colegio Emma iba a la biblioteca del pueblo
donde su madre trabajaba y la esperaba en una de las mesas alargadas
con lámparas de pantalla verde leyendo un libro de aventuras.
Los devoraba como si fueran golosinas. Había leído a
Julio Verne, Dickens, Stevenson, Kipling y muchos más. Era el
rato que más disfrutaba del día. Lo mejor era cuando
acababa uno y se ponía a buscar el siguiente. Trepaba hasta el
final de la escalera que rodaba entre las estanterías.
Reseguía con la mirada los lomos y susurraba sus títulos
como si de esta manera pudiera infundirles vida.
Aquel
lunes de primavera continuó con su rutina. Estaba pensando en
las casas que los hobbits tenían en la Comarca. Como siempre,
se imaginaba dentro de la historia. Era vecina de Frodo y en lugar de
Sam era ella la que le acompañaba a Mordor. Cruzó la
calle todavía sumida en sus pensamientos y entró en la
biblioteca. Su madre no estaba. Mientras llevaba a cabo su ritual en
el último peldaño de la escalera, encontró el
libro. Las ruedas de la escalera emitieron un quejido mecánico
cuando alargó el brazo y sus dedos tocaron el lomo
azulcobalto, al tiempo en que sus labios se unían formando
cada una de esas palabras: “Terry&Emma”. No sabía por
qué en ese momento estaba segura de que no era una Emma
cualquiera, ese libro hablaba de ella. Lo atrajo hacia sí y
levantó una humareda de polvo que la hizo estornudar. A saber
cuánto tiempo hacía que estaba allí. Se preguntó
si su madre lo sabría, pero no imaginaba por qué habría
de ocultarle algo así.
No
esperó a bajar la escalera para abrirlo y cuál fue su
sorpresa cuando leyó la primera página:
“Hola
Emma, me alegro de que me hayas encontrado. Llevo esperándote
desde antes de que nacieras. Te preguntarás cómo es eso
posible, bien pues creo que es momento de presentarme. Soy Terry,
hijo de un comerciante inglés llamado Charles y de Elisabeth,
la mejor mecánica de relojes de Londres. Sé que ahora
mismo las dudas hormiguean dentro de ti, pero lo comprenderás
todo a su debido tiempo. Si te fijas, estás sola en la
biblioteca.”
Emma
levantó la mirada del libro y comprobó que era cierto.
Consultó la hora del reloj de bolsillo que llevaba colgado del
cuello. Eran las cinco y media, como siempre. No sólo le
resultó extraño que su madre no estuviera, porque
podría haber salido un momento. Lo más raro era que no
hubiera nadie. Bajó las escaleras y se paseó por la
estancia. Las luces estaban encendidas, tanto la de las lámparas
de las mesas, como las de araña del techo, pero las mesas y
pasillos estaban desiertos. Su bocadillo no estaba en el escritorio
de la entrada donde siempre. Con el corazón en un puño
se sentó en una de las sillas de madera y continuó
leyendo.
“Todo
esto te parecerá espeluznante, pero es lo que ocurre al abrir
tu libro. No te asustes porque no estarás sola por mucho
tiempo. En la siguiente página verás un mapa que te
indicará el camino hacia mi casa. Pero antes de que lo
compruebes me gustaría que siguieras unas normas. Ya te habrás
dado cuenta de que este no es un libro corriente y por lo tanto no
puede leerse como el resto.
- Nunca leas la página siguiente hasta que no hayas leído detenidamente la anterior y mucho menos la última. Si lo haces, borrarás tu destino.
- A partir de ahora vivirás un tiempo en mi casa. Tus padres ya lo saben y me han dado su consentimiento. Por eso tu madre se ha ido hoy sin ti.
- Cuando me veas no me avasalles a preguntas, sé que es tentador, pero todo está escrito en tu libro, sólo hay que tener paciencia.
- Si en algún momento te arrepientes de haberme elegido, siento mucho decirte que no hay vuelta atrás, pues como sabes todavía nadie puede viajar en el tiempo.
- Si alguna vez te enfadas conmigo, no me dañes bajo ninguna circunstancia, pues ahora yo soy parte de ti, como una extensión de tu cuerpo. Creo que con esto queda claro lo que ocurriría si no siguieras esta instrucción.
Las
normas del libro le quedaron grabadas en la memoria y sólo
pasó a la página siguiente cuando acabó de leer
la última palabra de la anterior. No sabía muy bien por
qué, pero tenía la sensación de que todo esto lo
conocía, de alguna manera sabía que ocurriría en
algún momento. Ya no estaba asustada ni preocupada. Sentía
cierta familiaridad y no sólo eso sino que además
estaba ilusionada, tenía algo vivo en las manos, algo que se
suponía que no debía estarlo le hablaba directamente,
sabía dónde estaba y lo que pensaba. La conocía
mejor que ella misma y le estaba proponiendo una aventura. Siempre
había querido vivir una en primera persona y ahora sus deseos
se hacían realidad. Terry lo sabía, la había
convertido en protagonista de esa historia que acababa de comenzar, y
ese era el regalo más bonito que nunca nadie le había
hecho.
Con
el prado de amapolas detrás y el precipicio a sus pies, Emma
dio media vuelta y sujetándose a las raíces que habían
aparecido de repente, bajó por él apoyándose en
los salientes. Casi no necesitó el mapa, era como si supiera
el camino desde hacía mucho mucho tiempo. Terry le había
asegurado que podía dejar el libro en la biblioteca, pues
cuando llegara a su casa, el mismo estaría esperándola
en la sala del té. Pronto divisó el túnel que
perforaba la tierra y que llevaba al jardín de Terry. Se
introdujo en él y caminó hasta ver la luz blanca del
otro lado. Cuando apareció allí se quedó sin
aliento. Había relojes por todas partes, de todos los tamaños,
formas y tipos. De pared, de bolsillo, de pulsera, de cuco. Algunos
estaban arrugados, otros eran como un charco de agua, también
había unos secándose en una cuerda de tender, o
extendidos en una mesa como si se hubieran derretido. No sólo
estaban en tierra firme, también había cientos
suspendidos en el aire como farolillos japoneses. Y tras de ellos se
erguía la casa de Terry. Era de estilo victoriano con una
torre que acaba en picacho y amplios ventanales desde donde se
distinguían muchos más relojes en el interior.
Emma
cogió el reloj ovalado que pendía de su cuello. Lo
abrió y al ver la fotografía de su madre sintió
un pinchazo de nostalgia. Tuvo la extraña sensación de
que ya no volvería a verla y se le empañaron los ojos.
Volvió la vista al frente. Había algo dentro de ella
que reconocía ese escenario, pero todavía con más
intensidad que antes. Como si hubiera estado allí, pero no
recordaba cuando fue. Se encaminó con seguridad hasta la
puerta verde de la casa. Llamó dos veces ayudándose de
la aldaba y poco después se encontró frente a un señor
delgado, vestido con un elegante traje de armilla, un sombrero de
copa y unas gafas redondas doradas. Era Terry, estaba segura. Éste
sacó un reloj del bolsillo, apretó un botón para
destaparlo y consultó la hora. Asintió con la cabeza y
con un gesto la invitó a pasar.
Emma
le hubiera preguntado por qué había tantísimos
relojes por todas partes, pues también en la casa se
amontonaban como si coleccionara todos los que habían existido
en el mundo. Pero entonces recordó que una de las normas decía
que no podía hacerle muchas preguntas. Le acompañó
en silencio, al ritmo del tic tac de los relojes que extrañamente
iban acompasados y llegaron a un salón alfombrado donde
únicamente había una mesa de té, dos butacas y
tapices con fotos de relojes vivos. Junto a la tetera reposaba un
libro que Emma reconoció inmediatamente. Se acomodaron en las
butacas y Terry le sirvió un poco de té, después
añadió un poco de azúcar y con un gesto la
instó a que abriera el libro.
“Si
estás leyendo significa que has llegado a mi casa sana y
salva. Te preguntarás a qué viene tanto reloj, no sé
si recuerdas que en la primera página mencioné que mi
madre era mecánica de relojes. Pero no era sólo eso, su
profesión iba más allá. Cada pieza que reparaba
significaba alargar el tiempo de vida del propietario de ese reloj.
Los que has visto sólo son una parte de todos los que poseo,
pertenecen a todo ser vivo que existe en el mundo y yo soy el que los
cuida, los arregla cuando todavía es posible y los guarda en
el desván cuando ya no hay nada que hacer.”
Emma
abrió los ojos desmesuradamente. Sólo tenía una
pregunta. ¿Podía hacérsela a Terry si sólo
era una? No sabía cuándo aparecería esa
información en el libro. ¿Acaso no podía
explicarle todas esas cosas el mismo Terry en persona? Lo tenía
ahí delante. ¿Era mudo? Aunque posiblemente fuera
contra las normas, la impaciencia pudo más que ella y
preguntó:
-¿Si
le hago una sola pregunta podrá responderme?
La
intensa mirada azulada que le dirigió tras las gafas se volvió
severa un instante, pero sus facciones volvieron a ablandarse y con
otro gesto indicó que debía buscar la respuesta en el
libro.
-¿Dónde
está mi reloj? -inquirió. No sabía si podía
hacerle preguntas al libro, pero no había ninguna norma que lo
impidiera, así que probó.
Entonces
las páginas empezaron a sucederse una tras otra sin que ella
siquiera lo tocara, miró a Terry que le dirigió una
sonrisa y esperó a que llegara su respuesta. Ahora el libro se
encontraba por la mitad.
“Esta
es la pregunta que me hacen todos. Tu reloj está en una
habitación de esta casa, pero está prohibido entrar. Si
lo tocaras podrías estropear todos los demás. Pero eso
no impide que puedas ayudarme a repararlos. Por eso estás
aquí, Emma. Me ayudarás a salvar el tiempo de los
vivos.”
-¡Pero
si yo no tengo ni idea de cómo reparar un reloj!
Terry
puso una mueca como restándole importancia y Emma continuó
leyendo. El libro decía que ya hora de descansar, el
aprendizaje comenzaría al día siguiente. Ella tenía
un don, aún no lo sabía, pero en cuanto tuviera las
piezas ante sí, sabría qué tenía que
hacer.
Y
así fue, en dos semanas Emma no sólo sabía cómo
resucitar un reloj que ya no latía sino que además
había aprendido a sustituir las piezas por otras que lo harían
más fuerte, más duradero. También se había
encontrado con otros que ya no se podían arreglar bien porque
había pasado demasiado tiempo parado, o porque simplemente le
había llegado la hora y ya nadie podía cambiarlo. Pero
había una cosa que no había conseguido sacar de su
cabeza. ¿En qué habitación estaba su reloj? ¿Le
pasaba algo? ¿Si estuviera estropeado significaba que ella
también lo estaba? No volvió a preguntárselo a
Terry, del cual ya había deducido que no podía hablar.
Tampoco al libro, porque sabía que si estaba prohibido tocarlo
no iba a revelarle su ubicación. De manera que una noche
decidió buscarlo. Necesitaba saber si le pasaba algo. Sus
padres ni siquiera habían intentado contactar con ella, ¿cómo
era eso posible? Ahí pasaba algo que Terry no quería
contarle.
Una
noche mientras Terry dormía, Emma se paseó por todas
las habitaciones buscando su reloj, no sabía si era posible
reconocerlo cuando lo viera, pero tenía que intentarlo. Buscó
y buscó por todas y cada una de ellas extrañada por ese
instinto que le decía que ninguno de esos relojes era el suyo.
Había tantos que era imposible encontrarlo en unas horas, así
que probó noche tras noche, pasaron meses hasta que llegó
a la última habitación: el desván.
Con
lágrimas en los ojos se lo encontró frente a ella. Era
precioso. Madera de pino tallada en formas irregulares, pintado de
blanco con dos florecillas en los costados junto a una esfera de
manecillas negras y números romanos. Las manecillas no se
movieron, no se escuchó el tic-tac. Emma se puso la mano en el
corazón y no notó nada. No le hizo falta tocarlo,
estaba en el desván, no había más qué
hacer.
Emma
notó la presencia de Terry tras de sí, no se dio la
vuelta, permaneció allí de pie petrificada, con la
mirada fija en las manecillas. Su silencio ahora le decía
tantas cosas, no necesitaba ningún libro para comprender todo
lo que estaba pasando. Sin saber muy bien por qué, ahora
entendía lo que debía hacer en aquel lugar.
-Soy
yo la que debe ocuparse ahora de los relojes ¿verdad? Este es
el legado que me dejas.
Otro
silencio que comprendió como un sí.
-¿Por
qué yo, Terry?
Pero
él ya no estaba allí. Emma se quedó allí
mirando su reloj hasta que las luces del alba se filtraron por la
ventana, fue entonces cuando descubrió la pintura en la pared
que se situaba a su izquierda. Poco a poco movió los pies en
esa dirección y se encontró con un enorme árbol
genealógico. Generaciones y generaciones habían quedado
grabadas en aquella pintura. Allí estaba Terry, pero eso no
fue lo que más le llamó la atención, sino ver
escrito el nombre de su madre en letras doradas y, conectado al de
ella, el suyo propio. Su familia se había dedicado a los
relojes desde hacía generaciones, pero no todos poseían
el don como Terry. Ella sí, y era su turno.
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